Sus días avanzaban con la cronicidad de un reloj. Montada en la aguja del
minutero, vivía minuto a minuto de forma inalterable los últimos días de invierno, templados por la cercanía
de una primavera lluviosa.
Adaptada a su nuevo entorno cada vez le daba más sentido al entramado de
su vida.
Cada día acudía a su oficina donde derrochaba energía con sus cálculos
aritméticos, desordenaba su mesa, y mezclaba informes con notas para agudizar
la concentración y escapar de la monotonía. Era un reto, como un puzzle,
terminar la jornada con los asuntos resueltos y cada uno de vuelta a su
expediente.
Las tardes se llenaban de brotes de luz, por las calles empedradas de su
ciudad. Aromas de romero de algún balcón, leves sonrisas y cruce de discretas
miradas anónimas y trasiego de muchos autómatas que llenan espacios de
indiferencia dejándolos en angosto vacío.
En la noche, como en tantas otras disfrutaba de si misma, era poco lo que
necesitaba, a veces bastaba con el casi inapreciable eco de su voz leyendo
versos.
Aquella noche era distinta, escuchaba música étnica, fresca, con vida.
Sus ojos brillaban y su boca sonreía sin motivo alguno. Solo necesitaba unos
brazos que la abrazaran para tener plenitud.
Era una feliz enamorada. En realidad ya le había sucedido, lo de
enamorarse digo, fue largo, ¿feliz?, poco tiempo. ¿Cómo es posible?, se
preguntaba, ¿Cómo es posible que amando no se llegue a ser feliz?
Ahora que el tiempo había pasado y lavado sus heridas, pensaba que tal
vez vivió un espejismo. Una vivencia de amor vivida con tanta necesidad que no vio
la trampa que ello encerraba. Su destrucción. Ahora vuelta a la vida, se sentía
plena, recuperada y enamorada del arte de amar y ser amada, siendo lo de menos
hacia quien fuera proyectado.
Enamorada del sueño de unos brazos que la rodearan por su espalda, cuando
a los amaneceres estuviera recostada en el corredor y el sol acariciara a su cara, se impuso a sí misma,
-¡No madrugaré! , no miraré al sol del amanecer mientras el amor no me
rodee con sus lazos.
A la mañana siguiente llego tarde a la oficina, pereza innata que acompaña a los trasnochadores. Allí, antes de que su
mesa fuera un caos, algo llamo su atención, se trataba de un sencillo formulario de cambio de datos.
Nada de especial, si no fuera por el trazo menudo y redondeado de la letra que
lo completaba, letras entrelazadas de la mano con ligero movimiento. Apartó el
formulario a su lado izquierdo y siguió trabajando, mirándolo de vez en cuando
y esbozando una turbada sonrisa. Avanzada la mañana, lo cogió de nuevo con sus
manos para darle trámite, detectando que no estaba firmado y sellado, algo que
lo invalidaba. Llamo al teléfono de contacto,
- Es de mi compañero - contestó la voz de una joven, cuando Nela preguntó
por el responsable del documento.
Esperó unos segundos mientras se trasfería la llamada. El diálogo se estableció entre
ellos y cuando no había mucho a más que decir, Nela sorprendió a su
interlocutor, dejó de utilizar el tratamiento formal y le dijo:
- Oye, tu letra es muy bonita.
Él contestó entrecortado y dijo:
- Gracias, nunca me lo habían dicho.
- ¡Pues no entiendo por qué, es muy bonita!- exclamó Nela, al tiempo que
se ruborizó tras el teléfono, tras no haber controlado sus impulsos.
La voz de aquel hombre, pausada, dulce, era su misma caligrafía
volatizada. Este episodio ocupó la mañana de Nela, y aún días después sentía la
necesidad de compartir, pero, ¿con quién? ¿a quién le podría contar que la
habían encandilado un ristra de letras encadenadas con seda, salidas de un
hombre con voz profunda?
Los días pasaban y se aferraba con firmeza en la idea de que alguien arribaría a su costa, desnudo, sin
atavíos, libre, puro, todo amor…
El sol de mediodía templaba los pies descubiertos de Nela. El silencio
del espacio después de los ruidos de fondo, la mantenía absorta y seria. Pasaba
el tiempo, solo roto por alguna que otra campanada.
- Que largo es el camino, que largo pero al tiempo dichoso, - se
sentenció.
Releía textos de influencia oriental, se sentía atraída por la cultura
ayurvédica y la fuerza del pensamiento era su referente. Todos los días lo
educaba, lo cuidaba, lo testaba y lo equilibraba en su corazón. El binomio
pensamiento-corazón se nivelaban día a día con exquisita precisión. Era feliz,
a pesar de que aún tenía heridas en su cuerpo. A veces aún mantenía la mirada
perdida después de una atormentada niñez, marcada por el miedo, la adversidad,
por la más irracional autoridad que deja sin efecto las reacciones químicas del
sentimiento. Aún con marcas de una convulsa adolescencia, para agotada de
rebeldía, acabar en aras de un marido plano.