miércoles, 24 de abril de 2013

Días de Sol (Cuarta parte)


La silla baja en la que estaba sentada, hacía que su mirada se dispusiera a través de los barrotes de la baranda. La verticalidad de estos, dividían la escena en rectángulos alargados, pegados unos a otros y unidos a su vez por el centro, con una flor de lis en forja. Nela se sentía especialmente en calma, sus labios no hubieran sido capaces de despegarse para verbalizar. Miraba sin ver. Apenas distinguía las sensaciones de las partes frías de su cuerpo, alcanzadas por la sombra, de las enrojecidas por el sol. Con los sentidos aletargados pasó el tiempo.
Ahora su vida empezaba a recobrar sentido. El que siempre tuvo, y lejos de ser una pérdida de tiempo, el pasado vivido la enseño a madurar.
Nela se encontraba sola en su nueva vida. Su casa sin color, ocupada de inertes muebles caoba de líneas rectas, empezaba a transformarse. La gama de verdes de los kalanchoes, pilistras y azaleas empezaban poco a poco a ocupar espacios. Los cantos de los libros amontonados, rompían la disciplina del orden establecido.
Hoy, Nela, despertó muy temprano, su destino la inquietaba. Salió de casa, y se sentó a observar en la antigua plaza de la corredera. Allí, escucho a aquel hombre, el mismo que la hablara en el museo sin que ella reparara en él. El mismo, al que de forma autómata guiada por la magia de la sensibilidad del arte, le contó como aprendería. El mismo que alteró su voz tras el teléfono. Todo cobraba sentido. La voz, la caligrafía, tenían rostro.
Nela se puso a caminar detrás de él, cuando este emprendió su camino después de conversar con otros. Él era consciente de lo que sucedía. Ralentizó su paso mientras Nela lo aceleraba. No habían alcanzado el final del paseo cuando sus manos se encontraron. Caminaron juntos con sus rostros al frente, no necesitaban mirarse, sus manos se decían todo. Dedos entrecruzados, enrojecidos por la pasión acalorada dejaban un rastro de sudor entre ellos. Resbaladizos se contorneaban entre sí, se mezclaban, y acababan fuertemente abrazados. Sorprendidos por la noche, sus cuerpos se giraron, uno frente al otro. Sus miradas se enlazaron hasta tensarse tanto que no quedó hueco entre sus labios.
Nela confiada en los brazos de quien soportaba el peso de su cuerpo, preguntó:
-  ¿Quién eres?
-  El mismo que escribió el mensaje de tu antebrazo, cuando tú contemplabas hipnotizada la pintura de Gauguín. El mismo que se sobresaltó, al oírte tras el teléfono. El mismo, que siguió tus pasos durante días hasta llegar hasta aquí.
-  Y aún me preguntas, ¿quién soy? – prosiguió diciendo él -.Solo te puedo decir mi nombre, me llamo Senobé. Mi “ser” es mi “estar”  y eso depende de ti.
-  ¿Qué quieres? – sollozó ella.
-  Nela, hoy he llegado a tu playa,- dijo Senobé, - y he venido a quedarme.
La luna se puso en lo alto, y los brazos de Senobé, crecieron como marea rodeando a Nela,  lejos de ser alcanzada por la brisa,  solo tocada por las primeras luces del amanecer...

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